lunes, 18 de abril de 2011

La mirada de Orfeo


Escribir es romper el vínculo que une la palabra a mí mismo, romper la relación que me hace hablar hacia “ti”, porque me da la palabra con el sentido que esta palabra recibe de ti porque te interpreta. Escribir es romper ese vínculo. Además es retirar el lenguaje del curso del mundo, despojarlo de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo es el mundo que se habla, es el día que se edifica por el trabajo, la acción y el tiempo. 
Escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar de hablar. Y por eso, para convertirme en eco, de alguna manera debo imponerle silencio.
¿Qué queremos decir cuando en una obra admiramos el tono, cuando somos sensibles al tono como lo más auténtico que tiene? No hablamos del estilo, ni del interés y la calidad del lenguaje, sino precisamente ese silencio, esa fuerza viril por la cual, quien escribe, al haberse privado de sí, al haber renunciado a sí, mantiene, sin embargo, en esa desaparición, la autoridad de un poder, la decisión de callarse, para que en ese silencio tome forma, coherencia y sentido lo que habla sin comienzo ni fin.
El tono no es la voz del escritor sino la intimidad del silencio que impone a la palabra, lo que hace que ese silencio sea aún el suyo, lo que permanece de sí mismo en la discreción que lo aparta.
 El escritor llamado clásico – al menos en Francia – sacrifica la palabra que le es propia para dar voz a lo universal. La calma de una forma reglada, la certeza de una palabra liberada de capricho, donde habla la generalidad impersonal, le asegura una relación con la verdad. Verdad que está más allá de la persona y querría estar más allá del tiempo. La literatura tiene entonces la soledad gloriosa de la razón, esa vida enrarecida en el seno del todo que exigiría resolución y valor si esa razón no fuese de hecho el equilibrio de una sociedad aristocrática ordenada, es decir, la satisfacción noble de una parte de la sociedad que concentra el todo, aislándose y manteniéndose por encima de lo que la hace vivir.
Si escribir es descubrir lo interminable, el escritor que penetra en esa región no se adelanta hacia lo universal. No va hacia un mundo más seguro, más hermoso, mejor justificado, donde todo se ordenaría según la claridad de un día más justo. No descubre el hermoso lenguaje que habla honorablemente para todos. Lo que en él habla, es que de una manera ya no es él mismo, ya no es nadie. 


Maurice Blachot. El espacio literario

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